Juan Pablo II en 10 palabras
Familia
Una de las grandes prioridades en el pontificado de Juan
Pablo II fue la proclamación del
evangelio de la familia, y la profundización en la identidad y misión de la Iglesia doméstica como
santuario de la vida. Su exhortación apostólica Familiaris consortio (1981), la Carta a las familias con ocasión del Año
internacional de la familia (1994), y la encíclica Evangelium vitae, el más vigoroso anuncio y defensa del evangelio
de la vida nunca hecho, son documentos imprescindibles para pensar en el
presente y el futuro de la familia.
Oh Dios, de quien procede
toda paternidad en el cielo y en la tierra, Padre que eres amor y vida, haz que
cada familia humana sobre la tierra se convierta, por medio de tu Hijo,
Jesucristo, ‘nacido de Mujer’, y mediante el Espíritu Santo, fuente de caridad
divina, en verdadero santuario de la vida y del amor para las generaciones que
siempre se renuevan. Haz que tu gracia guíe los pensamientos y las obras de los
esposos hacia el bien de sus familias y de todas las familias del mundo. Haz
que las jóvenes generaciones encuentren en la familia un fuerte apoyo para su
humanidad y su crecimiento en la verdad y en el amor. Haz que el amor corroborado
por la gracia del sacramento del matrimonio, se demuestre más fuerte que
cualquier debilidad y cualquier crisis, por las que a veces pasan nuestras
familias. Haz finalmente, te lo pedimos por intercesión de la Sagrada Familia de
Nazaret, que la Iglesia
en todas las naciones de la tierra pueda cumplir fructíferamente su misión en
la familia y por medio de la familia. Tú, que eres la vida, la verdad y el
amor, en la unidad del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
(Oración de Juan Pablo II por las familias, compuesta para
el Sínodo de los Obispos de 1980)
Hombre
En los ejercicios que, como cardenal arzobispo de
Cracovia, Karol Wojtyla predicó en 1976 a Pablo VI y a la Curia romana, explicaba que
los intelectuales católicos polacos, en los primeros años de la posguerra,
habían tratado de refutar, contra el materialismo marxista de la enseñanza oficial,
el valor absoluto de la materia. Pero pronto el centro del debate se desplazó a
la antropología: ¿qué es el hombre? ¿quién tiene una respuesta a esta cuestión
que pueda enseñarnos a vivir: el materialismo, el marxismo o el cristianismo?
Desde esos años de su juventud, el eje de su pensamiento fue la preocupación
por el respeto a la sublime dignidad de la persona humana, que ha sido
desvelada en la persona de Cristo.
El hombre no puede vivir
sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está
privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor,
si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por
esto precisamente, Cristo Redentor, revela plenamente el hombre al mismo
hombre. Tal es —si se puede expresar así— la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta
dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor
propios de su humanidad. […] El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a
sí mismo —no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos,
parciales, a veces superficiales e incluso aparentes— debe, con su inquietud,
incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su
muerte, acercarse a Cristo.
(Encíclica Redemptor
hominis, n. 10)
Jesucristo
En Juan Pablo II antropología y cristología son
inseparables. Solamente partiendo del hombre perfecto, Jesucristo, se puede comprender
lo que es el hombre, y sólo desde el misterio del Verbo encarnado se puede
vislumbrar la grandeza del ser humano. El Hijo de Dios hecho hombre es el
protagonista decisivo de la historia humana, y no hay nada hay genuinamente
humano que no afecte a los corazones de los cristianos. Al poner los ojos en
Jesucristo, el hombre contempla la realidad con una esperanza que no conoce el
temor ni el desaliento ante las dificultades que se encuentren en la tarea de
vencer el mal con el bien.
¡No tengáis miedo! ¡Abrid de par en par las puertas a
Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas
tanto económicos como políticos, los dilatados campos de la cultura, de la
civilización, del desarrollo. ¡Abrid las puertas a Cristo, abridlas al Redentor
del hombre. Sólo Él sabe lo que hay en el corazón del hombre! Hoy, con mucha
frecuencia, el hombre no sabe qué lleva dentro, en la profundidad de su
espíritu, de su corazón. Muchas veces se siente incierto sobre el sentido de su
vida en esta tierra. Está dominado por la duda, que se convierte en
desesperación. Permitid, por tanto —os lo pido, os lo imploro con humildad y
con confianza— permitid a Cristo que hable al hombre. Sólo Él tiene palabras de
vida, ¡sí!, de vida eterna
(Homilía en el inicio de su Pontificado)
Jóvenes
Con un espíritu siempre joven, Juan Pablo II buscó modos
de llegar al corazón de los jóvenes. Fue el “inventor” de las Jornadas
Mundiales de la Juventud
que, desde el primer encuentro, celebrado en la Plaza de San Pedro el
Domingo de Ramos de 1986, se han consolidado como peregrinaciones festivas de
oración y alegría en convivencia fraterna con jóvenes de todo el mundo. Su
finalidad principal es la de poner a Jesucristo en el centro de la fe y de la
vida de cada joven, para que sea punto de referencia constante y luz que
ilumine la educación de las nuevas generaciones.
Os propongo una vez más
el arduo pero exaltante ideal evangélico. Amadísimos jóvenes, no tengáis miedo
y no os sintáis solos. Junto a vosotros están vuestras familias, vuestros
educadores y vuestros sacerdotes. También el Papa está cerca de vosotros. Y,
sobre todo, está cerca de vosotros Jesús, el primero en obedecer a la voluntad
del Padre y permitir que lo clavaran en la cruz para redimir al mundo. […] Jóvenes
centinelas de esta alba del tercer milenio, no temáis asumir vuestra
responsabilidad misionera, que deriva de vuestro bautismo y de vuestra
confirmación. Y si el Señor os llama a servirlo más de cerca en el sacerdocio o
en un estado de consagración especial, seguidlo con generosidad. Os acompaña a
cada uno María, la joven Virgen de Nazaret, que dijo "sí" a Dios y
dio a Cristo a la humanidad
(Discurso a los jóvenes en la XVI Jornada Mundial de
la Juventud,
n.6. Roma, 5 de abril de 2001)
María
Karol Wojtyla niño y adolescente, y también cuando
fue sacerdote y obispo, se escapaba con frecuencia a rezar en las iglesias
dedicadas a la Virgen,
y especialmente iba al santuario de Kalwaria, cerca de Cracovia. Acudía allí para
consagrar a Dios, a través de María, las necesidades de la Iglesia, sobre todo
durante el régimen comunista. Al ser elegido papa, quiso mantener en su escudo
pontificio lo que ya tenía en su escudo episcopal: una señal patente de su amor
filial a Santa María. Sobre un fondo azul, una cruz dorada, y bajo el madero
horizontal derecho, una M, también dorada, representando a la Virgen que estaba al pie de
la cruz. También su lema, Totus tuus,
expresa la decisión de ponerse por completo bajo la protección de Santa María.
¡Oh Virgen Inmaculada Madre del verdadero Dios y
Madre de la Iglesia!
Tú, que desde este lugar manifiestas tu clemencia y tu compasión a todos los que solicitan tu amparo; escucha la oración que con filial confianza te dirigimos, y preséntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor nuestro.
Tú, que desde este lugar manifiestas tu clemencia y tu compasión a todos los que solicitan tu amparo; escucha la oración que con filial confianza te dirigimos, y preséntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor nuestro.
Madre de
misericordia, Maestra del sacrificio escondido y silencioso, a Ti, que sales al encuentro de nosotros, los
pecadores, te consagramos en este día todo nuestro ser y todo nuestro amor. Te
consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras alegrías,
nuestras enfermedades y nuestros dolores. Da la paz, la justicia y la
prosperidad a nuestros pueblos; ya que todo lo que tenemos y somos lo ponernos
bajo tu cuidado, Señora y Madre nuestra.
Queremos
ser totalmente tuyos y recorrer contigo el camino de una plena fidelidad a Jesucristo en su
Iglesia: no nos sueltes de tu mano amorosa…
(Oración de Juan Pablo II a la Virgen de Guadalupe,
México, enero de 1979)
Misericordia
La confianza sin límites de Karol Wojtyla en la Divina Misericordia
se remonta a sus orígenes, y está muy ligada al mensaje proclamado por una
religiosa de Cracovia, Faustina Kowalska, a la que canonizó en el año 2000. Fue
llamado a la Casa
del Padre en la víspera del Domingo de la Misericordia Divina,
que él mismo había instituido en el segundo domingo de Pascua. La fijación de
su Beatificación el día 2 de mayo, que este año, al ser segundo domingo de
Pascua, está dedicado litúrgicamente a la Misericordia Divina,
ha querido subrayar que esta devoción constituye uno de los rasgos más marcados
de su espiritualidad personal.
A la humanidad, que en
ocasiones parece como perdida y dominada por el poder del mal, del egoísmo y
del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor que perdona,
reconcilia y vuelve a abrir el espíritu a la esperanza. El amor convierte los
corazones y da la paz. ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Divina Misericordia!
Señor, que con la muerte y la resurrección revelas el amor del Padre, nosotros
creemos en ti y con confianza te repetimos hoy: Jesús, confío en ti, ten
misericordia de nosotros y del mundo entero
(Mensaje preparado por Juan Pablo II para el Ángelus del
Domingo de la Misericordia Divina,
3 de abril de 2005. Falleció el día anterior, y el mensaje fue leído unos días
después, tras la Misa
en sufragio del Santo Padre celebrada en San Pedro)
Razón
En 1994, la revista Time, de
Nueva York, eligió a Juan Pablo II como hombre del año. Entre las razones que
señalaba para justificar su elección decía que "sus ideas son completamente
diversas de las de la mayor parte de los mortales. Son más grandes". Es
cierto. Su formación académica y su pasión por la verdad, le llevaron a
reconocer la inmensa grandeza de la razón humana. Una razón abierta, que no
excluye a priori la fe, sino que
busca comprender los horizontes que ésta le ilumina. Muchos pensadores, creyentes o
no, están agradecidos a Juan Pablo II y a la Iglesia, por el gran reconocimiento hecho a la
filosofía.
Hay una profunda e
inseparable unidad entre el conocimiento de la razón y el de la fe. El mundo y
todo lo que sucede en él, como también la historia y las diversas vicisitudes
del pueblo, son realidades que se han de ver, analizar y juzgar con los medios
propios de la razón, pero sin que la fe sea extraña en este proceso. Ésta no
interviene para menospreciar la autonomía de la razón o para limitar su espacio
de acción, sino sólo para hacer comprender al hombre que el Dios de Israel se
hace visible y actúa en estos acontecimientos. Así mismo, conocer a fondo el
mundo y los acontecimientos de la historia no es posible sin confesar al mismo
tiempo la fe en Dios que actúa en ellos. La fe agudiza la mirada interior
abriendo la mente para que descubra, en el sucederse de los acontecimientos, la
presencia operante de la
Providencia.
(Encíclica Fides et
ratio, n. 16)
Santidad
Tras el Jubileo del año 2000, Juan Pablo II meditaba sobre
lo que había significado ese tiempo de gracia para toda la Iglesia y proponía las
grandes prioridades que sería necesario afrontar en el nuevo milenio que comenzaba.
En primer lugar, no dudó en señalar que la perspectiva en la que debía situarse
el camino pastoral de toda la
Iglesia habría ser la búsqueda de la santidad, señalando que
esto es hoy, más que nunca, una urgencia inaplazable.
Los caminos de la
santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al
Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos
cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las
circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a
todos con convicción este «alto grado» de la vida cristiana ordinaria. La vida
entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta
dirección. Pero también es evidente que los caminos de la santidad son
personales y exigen una pedagogía de la santidad verdadera y propia, que sea
capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagogía debe enriquecer
la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y
de grupo, y con las formas más recientes ofrecidas en las asociaciones y en los
movimientos reconocidos por la
Iglesia.
(Carta Apostólica Tertio
millenio ineunte, n. 31)
Trabajo
Cuando las fuerzas de ocupación nazi cerraron la Universidad Jagellónica
de Cracovia, en 1939, el joven Karol Wojtyla tuvo que trabajar en una cantera y
luego en una fábrica química (Solvay), para ganarse la vida y evitar la
deportación a Alemania. La providencia divina quiso que experimentase así,
tanto la fatiga del trabajo manual como el esfuerzo que requiere el
intelectual, como medio de unión más íntima con Dios. En el núcleo de su
pensamiento sobre el trabajo está la dignidad del hombre, que es siempre un fin
y jamás un medio. A partir de aquí se esclarecen las grandes cuestiones
actuales de la problemática social en contraposición crítica tanto con el
marxismo como con el liberalismo. Sus tres grandes encíclicas sociales subrayan
la primacía del hombre sobre los medios de producción, la primacía del trabajo
sobre el capital y la primacía de la ética sobre la técnica.
En el trabajo humano el
cristiano descubre una pequeña parte de la cruz de Cristo y la acepta con el
mismo espíritu de redención, con el cual Cristo ha aceptado su cruz por
nosotros. En el trabajo, merced a la luz que penetra dentro de nosotros por la
resurrección de Cristo, encontramos siempre un tenue resplandor de la vida
nueva, del nuevo bien, casi como un anuncio de los «nuevos cielos y otra tierra
nueva» (cfr. 2 Pe 3,13; Ap
21,1) los cuales precisamente mediante la
fatiga del trabajo son participados por el hombre y por el mundo. A través del
cansancio y jamás sin él. Esto confirma, por una parte, lo indispensable de la
cruz en la espiritualidad del trabajo humano; pero, por otra parte, se descubre
en esta cruz y fatiga, un bien nuevo que comienza con el mismo trabajo.
(Encíclica Laborem
exercens, n. 27)
Trinidad
Sólo desde una profunda fe en Dios, Padre, Hijo y Espíritu
Santo, se entienden y cobran sentido todas y cada una de las enseñanzas de Juan
Pablo II. A cada una de las tres personas divinas dedicó una encíclica
emblemática: Redemptor hominis (1979)
habla del Hijo de Dios que se hizo hombre para redimirnos, Dives in misericordia (1980) nos introduce en lo más íntimo de Dios
Padre que permanece siempre fiel a pesar de nuestras repetidas infidelidades, y
en Dominum et vivificantem (1986) nos
ayuda a profundizar en la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y en el mundo.
También quiso que la preparación inmediata al gran Jubileo del año 2000 se
desarrollase en tres años, de 1997
a 1999, con una estructura «trinitaria», con el primer
año centrado en Jesucristo, el siguiente en el Espíritu Santo y por último en
Dios Padre, para culminar en el 2000 como año de adoración a la Santísima Trinidad.
La Trinidad santísima se nos presenta como una comunidad de
amor: conocer a ese Dios significa sentir la urgencia de que hable al mundo, de
que se comunique; y la historia de la salvación no es más que la historia del
amor de Dios a la criatura que ha amado y elegido, queriéndola «según el icono
del icono» -como se expresa la intuición de los Padres orientales-, es decir,
creada a imagen de la Imagen,
que es el Hijo, llevada a la comunión perfecta por el santificador, el Espíritu
de amor. E incluso cuando el hombre peca, este Dios lo busca y lo ama, para que
la relación no se rompa y el amor siga existiendo. Y lo ama en el misterio del
Hijo, que se deja matar en la cruz por un mundo que no lo reconoció, pero es
resucitado por el Padre, como garantía perenne de que nadie puede matar el
amor, porque cualquiera que sea partícipe de ese amor está tocado por la Gloria de Dios.
(Carta Apostólica Orientale
lumen, n. 15)
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