Coherencia entre fe y vida



— Hablamos con el Señor, para aprender de él. Hoy el Evangelio nos sitúa en uno de esos diálogos difíciles con los que quieren malinterpretar sus palabras: Entonces los fariseos se retiraron y se pusieron de acuerdo para ver cómo podían cazarle en alguna palabra. Y le enviaron a sus discípulos, con los herodianos, a que le preguntaran: —Maestro, sabemos que eres veraz y que enseñas de verdad el camino de Dios, y que no te dejas llevar por nadie, pues no haces acepción de personas. Dinos, por tanto, qué te parece: ¿es lícito dar tributo al César, o no Conociendo Jesús su malicia, respondió: —¿Por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda del tributo. Y ellos le mostraron un denario. Él les dijo: —¿De quién es esta imagen y esta inscripción? —Del César —contestaron. Entonces les dijo: —Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,5.16-21). La tentación de presentar como incompatible el trato con Dios y la vida en la sociedad común y corriente.
— La respuesta de Jesús indica que no vale la solución simplista radical de ponerse en un lado u otro: no se puede uno desentender de afrontar las exigencias de la vida real ni de la lógica de Dios. En realidad, propone un gran reto: integrar ambas realidades de modo coherente en la propia vida.
— Desde hace siglos hay muchas personas que han separado su vida (trabajo, estudio, negocios, investigaciones, aficiones...) de su fe, o que han vivido por completo al margen de la fe. Y al prescindir de esa gran ayuda para contemplar la realidad en todas sus dimensiones, se hace más difícil encontrar soluciones justas a situaciones difíciles.
— El mundo se queda a oscuras si los cristianos, por falta de unidad de vida, no iluminamos ni damos sentido a las realidades concretas de todos los días. El cristiano coherente con su fe es sal que da sabor y preserva de corrupción. Y lo hace, sobre todo, con su testimonio: comportándose de modo ejemplar en medio en todas las tareas ordinarias y en su quehacer profesional. Si los cristianos viviéramos de veras conforme a nuestra fe, se produciría la más grande revolución de todos los tiempos... ¡La eficacia de la corredención depende también de cada uno de nosotros! –Medítalo (Surco, 945).
— No es un cristiano coherente el buen profesional, que es un esposo o padre de familia irresponsable; el cristiano rezador, pero poco trabajador, o mal estudiante; un hombre muy culto, pero supersticioso (que tiene fe en los horóscopos, o confía en encantamientos o brujerías); el buen estudiante, pero desordenado, poco educado, egoísta; el que se pasa el día hablando de cosas de la Iglesia, pero no busca una relación personal de amistad con Dios ni ayuda a los demás a conocer la fe cristiana.
— El cristiano de verdad no es una persona de doble vida, que triunfa en algunos aspectos a costa de otros. En el Evangelio, encontramos que el Señor critica precisamente esta doble vida de los escribas y fariseos, que enseñan lo que no practican (cfr. Mt 23, 1-36). Por el contrario, la unidad de vida se alcanza cuando se lucha por cumplir los deberes con Dios (mandamientos, frecuencia de sacramentos) y con los hombres (relaciones familiares, de amistad, sociales, laborales): "dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt 22, 21).
— San Josemaría predicó insistentemente en la necesidad de adquirir esa unidad de vida, de ser, como los primeros cristianos, ciudadanos de dos ciudades: Pensad, por ejemplo –decía–, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando –con plena libertad– sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida (Conversaciones, 116).
— Es tarea de cada uno de los cristianos intentar que las realidades terrestres se vuelvan medio de salvación. Sólo así servirán verdaderamente al hombre. Hemos de impregnar de espíritu cristiano todos los ambientes de la sociedad –decía el beato Álvaro-. No os quedéis solamente en el deseo: cada una, cada uno, allá donde trabaje, ha de dar contenido de Dios a su tarea, y ha de preocuparse –con su oración, con su mortificación, con su trabajo profesional bien acabado– de formarse y de formar a otras almas en la Verdad de Cristo, para que sea proclamado Señor de todos los quehaceres terrenos (B. Álvaro, Carta, 25-XII-1985, n. 10).
— Las prácticas personales de piedad no han de estar aisladas del resto de nuestros quehaceres, sino que deben ser momentos en los que la referencia continua a Dios se hace más intensa y profunda, de modo que después sea más alto el tono de las actividades diarias. Buscar la santidad en medio del mundo no consiste simplemente en hacer o en multiplicar las devociones o las prácticas de piedad, sino en la unidad efectiva con el Señor que esos actos promueven y a que están ordenados. Y cuando hay una unión efectiva con el Señor eso influye en toda la actuación de una persona. Esas prácticas te llevarán, casi sin darte cuenta, a la oración contemplativa. Brotarán de tu alma más actos de amor, jaculatorias, acciones de gracias, actos de desagravio, comuniones espirituales. Y esto, mientras atiendes tus obligaciones: al descolgar el teléfono, al subir a un medio de transporte, al cerrar o abrir una puerta, al pasar ante una iglesia, al comenzar una nueva tarea, al realizarla y al concluirla (...) (Amigos de Dios, 149).
— Procuremos vivir así, con Cristo y en Cristo, todos y cada uno de los instantes de nuestra existencia: en el trabajo, en la familia, en la calle, con los amigos... Eso es la unidad de vida. Entonces, la piedad personal se orienta a la acción, dándole impulso y contenido, hasta convertir al quehacer en un acto más de amor a Dios. Y, a su vez, el trabajo y las tareas de cada día facilitan el trato con Dios y son el campo donde se ejercitan todas las virtudes. Si procuramos trabajar bien y poner en nuestros quehaceres la dimensión trascendente que da el amor de Dios, nuestras tareas servirán para la salvación de los hombres, y haremos un mundo más humano, pues no es posible que se respete al hombre –y mucho menos que se le ame– si se niega a Dios o se le combate, pues el hombre solo es hombre cuando es verdaderamente imagen de Dios.
— Acudamos a la Virgen María para que nos ayude a llevar a la práctica los propósitos que hayamos formulado en este rato de oración.

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